Aquellos corchos de botella que guardaba la abuela, se quemaban lentamente al fuego del calentador, y luego al quedar negros se utilizaban para pintar la cara de aquellos botijas que soñaban con el carnaval.
Era febrero, y se sentía en el aire que la fiesta estaba por llegar. Ya los comercios vendían las serpentinas, el papel picado, los pomos y las caretas. Y a más de uno se le decía en tono de burla que solo comprara la piola, para que iba a precisar la careta si era bien feo de nacimiento !!!.
Un viejo redoblante, unos platillos partidos y un pequeño bombo hacían la batería de aquella murga infantil que recorría las calles del barrio, cantando y haciendo ruido con los instrumentos y con aquellas caras pintadas con corcho quemado.
Era carnaval, guerra de agua en las calles, mientras Mamá preparaba el disfraz para llevar al corso y después al tablado para participar del concurso de disfraces. Ya en el tablado cuando partía la murga ir a pedirles que pintaran nuestra mejilla acercando la suya a la nuestra y se quedara así un poco de la vaselina y la tierra de colores, y nos sentíamos murguistas caminando orgullosos entre la platea.
En una vieja máquina de escribir, hacíamos los versos que luego cantaríamos, y los vendíamos a vintenes para luego comprar chocolates y helados.
Era un sueño de botijas, como otros tantos que teníamos y que los compartíamos entre todos los que conformábamos aquel grupo de amigos.
Pero la murga y sus canciones era algo especial, el cantar con toda la fuerza que nuestras gargantas nos permitían; el subirnos a unas cajas de frutas que hacían de tablado; pintarnos la cara; disfrazarnos; todo eso tenía un sabor incomparable.
Y cada tanto en algún anochecer, en mis recuerdos vuelvo a aquellos tiempos de la murga infantil y la cara pintada con corcho quemado.
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